Como parte integrante de la liturgia solemne, la música sagrada tiende a su mismo fin, el cual consiste en la gloria de Dios y la santificación y edificación de los fieles.
La música contribuye a aumentar el decoro y
esplendor de las solemnidades religiosas, y así como su oficio principal
consiste en revestir de adecuadas melodías el texto litúrgico que se propone a
la consideración de los fieles, de igual manera su propio fin consiste en
añadir más eficacia al texto mismo, para que por tal medio se excite más la
devoción de los fieles y se preparen mejor a recibir los frutos de la gracia,
propios de la celebración de los sagrados misterios.
Por consiguiente, la música sagrada debe
tener en grado eminente las cualidades propias de la liturgia, conviene a
saber: la santidad y la bondad de las formas.
Debe
ser santa
y, por lo tanto, excluir todo lo profano, y no sólo en sí misma, sino en el
modo con que la interpreten los mismos cantantes.
Debe tener arte verdadero, porque no es posible de otro modo que tenga sobre el ánimo de quien la oye aquella virtud que se propone la Iglesia al admitir en su liturgia el arte de los sonidos.
Debe tener arte verdadero, porque no es posible de otro modo que tenga sobre el ánimo de quien la oye aquella virtud que se propone la Iglesia al admitir en su liturgia el arte de los sonidos.
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