Las personas que están
pendientes de sí mismas, que actúan buscando ante todo la propia satisfacción,
ponen en juego su salvación eterna, y ya ahora son inevitablemente infelices y
desgraciadas. Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás
—también en el matrimonio—, puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad
que es preparación y anticipo del cielo.
Durante nuestro caminar
terreno, el dolor es la piedra de toque del amor. En el estado matrimonial,
considerando las cosas de una manera descriptiva, podríamos afirmar que hay
anverso y reverso. De una parte, la alegría de saberse queridos, la ilusión por
edificar y sacar adelante un hogar, el amor conyugal, el consuelo de ver crecer
a los hijos. De otra, dolores y contrariedades, el transcurso del tiempo que
consume los cuerpos y amenaza con agriar los caracteres, la aparente monotonía
de los días aparentemente siempre iguales.
Tendría un pobre concepto
del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas
dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando
los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera
naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un
afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte.
San José María
Escrivá
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