Enterrando el talento |
El “talento” era una antigua moneda romana, de gran
valor, y precisamente a causa de la popularidad de esta parábola se ha
convertido en sinónimo de dote personal, que cada uno está llamado a hacer
fructificar.
El hombre
de esta parábola representa a Cristo mismo; los siervos son los discípulos; y
los talentos son los dones que Jesús les encomienda. Por tanto, estos dones, no
sólo representan las cualidades naturales, sino también las riquezas que el
Señor Jesús nos ha dejado como herencia para que las hagamos fructificar: su
Palabra, depositada en el santo Evangelio; el Bautismo, que nos renueva en el
Espíritu Santo; la oración –el “padrenuestro”– que elevamos a Dios como hijos
unidos en el Hijo; su perdón, que nos ha ordenado llevar a todos; y el sacramento
de su Cuerpo inmolado y de su Sangre derramada. En una palabra: el reino de
Dios, que es él mismo, presente y vivo en medio de nosotros.
La
parábola de hoy insiste en la actitud interior con la que se debe acoger y
valorar este don. La actitud equivocada es la
del miedo: el siervo que tiene miedo de su señor y teme su regreso, esconde
la moneda bajo tierra y no produce ningún fruto. Esto sucede, por ejemplo, a
quien, habiendo recibido el Bautismo, la Comunión y la Confirmación, entierra
después dichos dones bajo una capa de prejuicios, bajo una falsa imagen de Dios
que paraliza la fe y las obras, defraudando las expectativas del Señor.
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