El día de ayer Monseñor Gonzalo compartía en Prensa Libre el
estudio realizado sobre los países más felices del mundo, y nuestro país es una
de ellas. Leamos el artículo; El estudio obviamente preguntaba sobre las
percepciones subjetivas de las personas en cuanto a la valoración de lo
positivo en su vida, sobre las emociones positivas, sobre el peso de lo que más
hace reír que llorar, sobre lo que hace sentirse a uno agradecido con la vida,
y si se es creyente, como lo somos la mayoría de los guatemaltecos, agradecidos
con Dios.
El
contraste entre esa percepción subjetivamente positiva de la gente y el océano
de datos que remarcan hechos objetivos de negatividad en el país es abismal.
Los datos sobre violencia, extorsiones, desigualdad, corrupción, migración,
rupturas familiares, pobreza e inseguridad apunta a que somos un país muy
desigual, crecientemente violento y con gran desconfianza en una mayoría de
instituciones públicas.
La preocupación sobre la ingobernabilidad como horizonte
inquietante, sobre la conflictividad social como escenario cotidiano, sobre la
degradación moral que se expresa en encontrar sicarios de 12 años es algo que
tiñe de colores sombríos el futuro del país.
¿Cómo explicar entonces esta dicotomía entre gente feliz a pesar
de todo y el cúmulo cotidiano de desastres en que vivimos?
Aventuro cuatro explicaciones para que la felicidad no nos
abandone y no lo haga en ningún sector social. La primera explicación creo que
tiene que ver con la fe. Fe religiosa ciertamente, pero no solo esa. El día de
hoy en que escribo, un hombre de aldea, en zona más bien árida, riéndose en
medio de todo, me hablaba de esa bendita sequía que nos ha caído este año. La
frase refleja humor y también fe. Sin Dios no somos nada, de Él dependemos, Él
nos alegra y nos bendice, y ello constituye un tesoro con el que arrostrar
desgracias a veces mayores que las del santo Job.
La segunda explicación es que nada sacamos de sentirnos mal. Ver
lo positivo de la vida aun en los momentos más tristes es una cualidad que uno
encuentra en la cultura guatemalteca popular por todos los rincones del país.
Por eso los velorios pueden ser alegrísimos y la alegría hasta irreverente de
tertulianos no molesta, sino que consuela a los deudos más inmediatos.
En tercer lugar, la familia y las redes familiares, aun cuando
en muchos momentos puedan ser fuente de sufrimientos hondos son también
espacios de solidaridad, de cariño, de compartir lo simple y lo profundo de la
vida y ello nos hace felices, a pesar de todo.
Finalmente,
esa felicidad aun en los peores momentos nos consuela porque somos una cultura
muy emocional. Esa emotividad es riqueza humana grande pero puede ser también
limitación. Nos conformamos con sentirnos bien o con indignarnos juntos, pero
ello no necesariamente arregla los problemas de fondo que nos hacen padecer. La
tristeza nos acecha aunque con la alegría y el optimismo la escondemos, hasta
donde se deja. Tal vez corrigiendo el título podemos decir que en el fondo
somos un país tristemente feliz, pero feliz por encima de todo.
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