En el Evangelio encontramos
una de las afirmaciones más fuertes y rotundas de todo el Nuevo Testamento. En
respuesta a la pregunta de Tomás sobre el camino por el que hay que ir al
Padre, Jesús responde:
«Yo soy el camino, la
verdad y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí».
Jesús se proclama la meta
última de nuestra existencia y el camino para conseguirla.
Jesús no propone un
camino simple, pero nos marca el sendero. Es más, Él mismo se hace Camino al
Padre; Él mismo, con su resurrección, se hace Caminante para guiarnos; Él
mismo, con el don del Espíritu Santo nos alienta y fortalece para no
desfallecer en el peregrinar: «No se turbe sus corazones».
Y la Iglesia funda
por Cristo mismo sobre la cabeza de unos hombres frágiles que fueron capaces de
abandonar, el trabajo, familia, amigos en su momento, fueron los que dieron
cumplimiento a esta obra de salvación realizada por Cristo. Escuchamos en estos
días en los hechos de los apóstoles, fue en Antioquia donde se les llamó por
vez primera como cristianos. El cristianismo se ha proclamado desde el comienzo
como una religión universal, Porque no está ligada a un pueblo o a una raza
sino destinada a todas las gentes. Jesús dejó a sus discípulos este mandato:
«Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
El Evangelio de hoy nos
pone ante la intimidad que existe entre Jesucristo y el Padre; y que también
nos invita a descubrir la relación entre Jesús y sus discípulos. «Y cuando haya
ido y les haya preparado un lugar, volveré y los tomaré conmigo, para que donde
esté yo estén también ustedes»: estas palabras de Jesús, no sólo sitúan a los
discípulos en una perspectiva de futuro, sino que los invita a mantenerse
fieles al seguimiento que habían emprendido. Para compartir con el Señor la
vida gloriosa, han de compartir también el mismo camino que lleva a Jesucristo
a las moradas del Padre.
Jesús nos hace la
invitación, de ir al Padre por Él, con Él y en Él.
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