Los novios y los casados han sido llamados
por Dios a realizar un misterio de gracia muy grande: el matrimonio. El mismo
Dios es quien lo ha inventado. Él, al crear al hombre y la mujer, quiso que se
unieran con un vínculo de amor perpetuo, y que fuera en ese marco sagrado donde
se produjera la transmisión de la vida humana.
Al principio de todo, «creó Dios al hombre a
su imagen; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios y les dijo Dios: Creced,
multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (Gén 1,27-28).
De Dios parte, por consiguiente, el impulso
humano familiar y laboral. Pero nosotros, los hombres, a lo largo de la
historia, hemos desfigurado y estropeado tanto el matrimonio -adulterios,
divorcios, poligamia simultánea o sucesiva, concubinatos, anticoncepción,
abortos, escasa y mala educación de los hijos- que ya casi ni alcanzamos a
conocer su naturaleza original.
Ya comprendemos, pues, que tendrá que ser el
mismo Dios quien nos descubra de nuevo el sentido profundo del matrimonio y nos
dé su gracia para poder vivirlo. Pues bien, esto es precisamente lo que hace
Cristo Salvador. Él salva el matrimonio, lo purifica de errores y de
corrupciones, lo eleva en el orden de la gracia, y le da una plenitud de bondad
y de belleza. Gran maravilla es el sacramento del matrimonio.
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