Los Hechos de los Apóstoles, al
narrarnos los acontecimientos de aquel día de Pentecostés en el que el Espíritu
Santo descendió en forma de lenguas de fuego sobre los discípulos de Nuestro
Señor, nos hacen asistir a la gran manifestación del poder de Dios, con el que
la Iglesia inició su camino entre las naciones. La victoria que Cristo —con su
obediencia, con su inmolación en la Cruz y con su Resurrección— había obtenido
sobre la muerte y sobre el pecado, se reveló entonces en toda su divina
claridad.
Los discípulos, que ya eran testigos de
la gloria del Resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo:
sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva. Habían seguido a
Cristo y acogido con fe sus enseñanzas, pero no acertaban siempre a penetrar
del todo su sentido: era necesario que llegara el Espíritu de verdad, que les
hiciera comprender todas las cosas. Sabían que sólo en Jesús podían encontrar
palabras de vida eterna, y estaban dispuestos a seguirle y a dar la vida por
Él, pero eran débiles y, cuando llegó la hora de la prueba, huyeron, lo dejaron
solo. El día de Pentecostés todo eso ha pasado: el Espíritu Santo, que es
espíritu de fortaleza, los ha hecho firmes, seguros, audaces. La palabra de los
Apóstoles resuena recia y vibrante por las calles y plazas de Jerusalén.
Los hombres y las mujeres que, venidos
de las más diversas regiones, pueblan en aquellos días la ciudad, escuchan
asombrados. Partos, medos y elamitas, los moradores de Mesopotamia, de Judea y
de Capadocia, del Ponto y del Asia, los de Frigia, de Pamfilia y de Egipto, los
de Libia, confinante con Cirene, y los que han venido de Roma, tanto judíos
como prosélitos, los cretenses y los árabes, oímos hablar las maravillas de
Dios en nuestras propias lenguas. Estos prodigios, que se obran ante sus ojos,
les llevan a prestar atención a la predicación apostólica. El mismo Espíritu
Santo, que actuaba en los discípulos del Señor, tocó también sus corazones y
los condujo hacia la fe.
Nos cuenta San Lucas que, después de
haber hablado San Pedro proclamando la Resurrección de Cristo, muchos de los
que le rodeaban se acercaron preguntando: —¿qué es lo que debemos hacer,
hermanos? El Apóstol les respondió: Haced penitencia, y sea bautizado cada uno
de vosotros en nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y
recibiréis el don del Espíritu Santo. Aquel día se incorporaron a la Iglesia,
termina diciéndonos el texto sagrado, cerca de tres mil personas.
La venida solemne del Espíritu en el
día de Pentecostés no fue un suceso aislado. Apenas hay una página de los
Hechos de los Apóstoles en la que no se nos hable de Él y de la acción por la
que guía, dirige y anima la vida y las obras de la primitiva comunidad
cristiana: Él es quien inspira la predicación de San Pedro, quien confirma en
su fe a los discípulos, quien sella con su presencia la llamada dirigida a los
gentiles, quien envía a Saulo y a Bernabé hacia tierras lejanas para abrir
nuevos caminos a la enseñanza de Jesús. En una palabra, su presencia y su
actuación lo dominan todo.
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