Nosotros necesitamos no sólo el pan
material, necesitamos amor, sentido y esperanza, un fundamento seguro, un
terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico, incluso en la crisis,
en la oscuridad, en las dificultades y problemas cotidianos. La fe nos dona
precisamente esto: en una confiada entrega a un "Tú", que es Dios,
que me da una certeza diferente, pero no menos sólida que la que proviene del
cálculo exacto o de la ciencia.
La fe no es un mero asentimiento intelectual
del hombre a las verdades particulares sobre Dios, es un acto con el cual me
entrego libremente a un Dios que es Padre y que me ama, es adhesión a un "Tú"
que me da esperanza y confianza. Ciertamente, esta unión con Dios no carece de
contenido: con ella, sabemos que Dios se ha revelado a nosotros en Cristo, que
hizo ver su rostro y se acercó realmente a cada uno de nosotros.
Con el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, Dios desciende hasta el fondo de
nuestra humanidad, para llevarla nuevamente hacia Él, para elevarla hasta que
alcance su altura. La fe es creer en este amor de Dios, que nunca falla ante la
maldad de los hombres, ante el mal y la muerte, sino que es capaz de
transformar todas las formas de esclavitud, brindando la posibilidad de la salvación.
Tener fe, entonces, es encontrar a ese
"Tú," a Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor
indestructible, que no sólo aspira a la eternidad, sino que la da; es
entregarme a Dios con la actitud confiada de un niño, que sabe que todas sus
dificultades y todos sus problemas están a salvo en el "tú" de la
madre.
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