La Pasión |
¡Pueblo mío!
¿Qué te he hecho, en qué te he ofendido? Respóndeme. Yo te di a beber el agua
salvadora que brotó de la peña; tú me diste a beber hiel y vinagre. ¡Pueblo
mío! ¿Qué te he hecho...?
La liturgia de
estos días nos acerca ya al misterio fundamental de nuestra fe: la Resurrección
del Señor. Si todo el año litúrgico se centra en la Pascua, este tiempo «aún
exige de nosotros una mayor devoción, dada su proximidad a los sublimes
misterios de la misericordia divina». «No recorramos, sin embargo, demasiado
deprisa ese camino; no dejemos caer en el olvido algo muy sencillo, que quizá,
a veces, se nos escapa: no podremos participar de la Resurrección del Señor, si
no nos unimos a su Pasión y a su Muerte (Cfr. Rom 8, 17).
Para acompañar
a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos
antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con Él, muerto sobre
el Calvario». Por eso, durante estos días, acompañemos a Jesús, con nuestra
oración, en su vía dolorosa y en su muerte en la Cruz. Mientras le hacemos
compañía, no olvidemos que nosotros fuimos protagonistas de aquellos horrores,
porque Jesús cargó con nuestros pecados, con cada uno de ellos. Fuimos
rescatados de las manos del demonio y de la muerte eterna a gran precio,
el de la Sangre de Cristo.
La costumbre
de meditar la Pasión tiene su origen en los mismos comienzos del Cristianismo.
Muchos de los fieles de Jerusalén de la primera hora tendrían un recuerdo
imborrable de los padecimientos de Jesús, pues ellos mismos estuvieron
presentes en el Calvario. Jamás olvidarían el paso de Cristo por las calles de la
ciudad la víspera de aquella Pascua. Los evangelistas dedicaron una buena parte
de sus escritos a narrar con detalle aquellos sucesos.
Santo Tomás de
Aquino decía: «la Pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda
nuestra vida». Y visitando un día a San Buenaventura, le preguntó Santo Tomás
de qué libros había sacado tan buena doctrina como exponía en sus obras. Se
dice que San Buenaventura le presentó un Crucifijo, ennegrecido ya por los
muchos besos que le había dado, y le dijo: «Este es el libro que me dicta todo
lo que escribo; lo poco que sé aquí lo he aprendido».
En él los santos
aprendieron a padecer y a amar de verdad. En él debemos aprender nosotros. «Tu
Crucifijo. —Por cristiano, debieras llevar siempre contigo tu Crucifijo. Y
ponerlo sobre tu mesa de trabajo. Y besarlo antes de darte al descanso y al
despertar: y cuando se rebele contra tu alma el pobre cuerpo, bésalo también».
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