Jesús escribiendo |
Hemos llegado al
quinto domingo de Cuaresma, en el que la
liturgia nos propone, este año, el episodio evangélico de Jesús que salva a una
mujer adúltera de la condena a muerte, para la cual la ley de Moisés preveía la
lapidación (apedreado). Esos hombres piden a Jesús que juzgue a la pecadora con
la finalidad de “ponerlo a prueba”. La escena está cargada de dramatismo: de las
palabras de Jesús depende la vida de esa persona, pero también su propia vida. De
hecho, los acusadores hipócritas fingen confiarle el juicio, mientras que en realidad
es precisamente a él a quien quieren acusar y juzgar. Jesús, en cambio, está “lleno
de gracia y de verdad”, él sabe lo que hay en el corazón de cada hombre, quiere
condenar el pecado, pero salvar al pecador, y desenmascarar la hipocresía.
El evangelista
san Juan pone de relieve un detalle: mientras los acusadores lo interrogan con insistencia,
Jesús se inclina y se pone a escribir con el dedo en el suelo. San Agustín observa
que el gesto muestra a Cristo como el legislador
divino: en efecto, Dios escribió la ley con su dedo en las tablas de piedra.
Jesús, por tanto, es el Legislador, es la Justicia en persona. Y ¿cuál es su sentencia?
“Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra”. Estas
palabras están llenas de la fuerza de la verdad, que desarma, que derriba el muro
de la hipocresía y abre las conciencias a una justicia mayor, la del amor, en la
que consiste el cumplimiento pleno de todo precepto. Es la justicia que salvó también
a Saulo de Tarso, transformándolo en san Pablo.
Cuando los acusadores
“se fueron retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos”, Jesús, absolviendo
a la mujer de su pecado, la introduce en una nueva vida, orientada al bien: “Tampoco
yo te condeno; vete y en adelante no peques más”. Es la misma gracia que hará decir
al Apóstol: “Una cosa hago: olvido lo que dejé detrás y me lanzo a lo que está por
delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios me llama desde
lo alto en Cristo Jesús”. Dios sólo desea para nosotros el bien y la vida; se ocupa
de la salud de nuestra alma por medio de sus ministros, liberándonos del mal con
el sacramento de la Reconciliación, a fin de que nadie se pierda, sino que todos
puedan convertirse. Benedicto XVI
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